Ana y el ascenso prometido
Ana y el ascenso prometido
Habíamos llegado a casa luego de la fiesta de Fin de Año de la empresa donde trabajaba Ana. Su jefe nos había acompañado. Le había prometido a mi esposa un buen ascenso dentro de la compañía, pero, por supuesto, eso tendría un costo que Ana estaba dispuesta a aceptar.
Por eso ahora Ana estaba de pie y recostada ligeramente contra el gran sillón en la mitad de la sala. Su jefe, arrodillado, tenía hundida su cabeza bajo el corto vestido de ella, mientras que sus manos recorrían de arriba a abajo las piernas de Anita y deslizaban la fina tanga negra de seda.
Mientras yo preparaba unas bebidas en la cocina y miraba de reojo cómo se movía la cabeza del hombre bajo la falda; parecía que su lengua se había enredado dentro de la dulce conchita de mi delicada mujercita.
Seguramente estaría comiéndole el clítoris y lamiendo sus dulces labios vaginales.
El jefe repentinamente se detuvo, se puso de pie y se abrió el cinturón, bajándose los pantalones. Enseguida pude ver su verga ya erecta, dispuesta a penetrar la delicada concha de mi esposa.
El hombre flexionó un poco sus rodillas agachando su cuerpo, mientras que con una de sus manos tomaba su verga, con la otra subía un poco la falda y abría las nalgas de Ana, buscando penetrar sus labios vaginales.
Su verga se deslizó dentro de mi esposa muy fácilmente. Ninguno de los dos dijo nada. Ana seguía con los ojos cerrados y apenas gemía suavemente con las embestidas de su jefe. Él expresaba su placer con algunos roncos bufidos, mientras se hundía cada vez más adentro de ella.
Entendí que ahora debía esperar a que esa pesadilla terminara, así que decidí dejarlos solos y subir a nuestro dormitorio. Mientras subía las escaleras, vi a Ana abrir sus ojos furtivamente y volverlos a cerrar al darse cuenta que yo me retiraba.
La cara de mi esposa, a pesar de que se sentía incomoda en la situación de tener a su jefe cogiéndola por detrás, reflejaba cierto placer de sentir su verga entrar y salir de su delicada concha. Era algo inocultable…
Les volví la espalda y seguí escaleras arriba. Los minutos se hacían eternos. Cada tanto escuchaba los gruñidos del tipo, cada vez que se derramaba dentro de Ana. Era algo poco soportable.
Luego de la quinta o sexta acabada del jefe, decidí regresar a verlos.
Mi mujer se veía hermosa, ahora estaba completamente desnuda, su ropa desgarrada estaba tirada por toda la sala mostrando que su jefe se la había arrancado del cuerpo a manotazos.
Habían pasado ya casi dos horas desde que habían empezado a coger.
Ahora él, tomándola por los cabellos con una mano y con la otra acariciando su clítoris por debajo, comenzaba a darle más ritmo a sus tremendas embestidas, como si estuviera a punto de acabar otra vez.
En efecto, bastaron sólo unos segundos para que el hombre gruñera y gritara de la misma forma y con la misma energía como lo había hecho en las dos horas pasadas. Su cuerpo se sacudió mientras que mi dulce mujercita recibía nuevamente una nueva carga de semen dentro de su preciosa concha.
El tipo movió sus caderas contra el cuerpo de Ana durante unos instantes más, asegurándose de derramar hasta la última gota de leche caliente.
Me acerqué a ellos justo cuando sacaba la verga todavía erecta. Los labios vaginales de Anita se veían irritados y enrojecidos, producto del frenesí con el que su jefe la había clavado. Un blanco y viscoso líquido asomaba entre ellos, deslizándose por sus firmes muslos.
La entrada del delicado ano de Ana también estaba enrojecida y el esfínter se veía muy expandido. Una gran mancha de semen alrededor me dio a entender que el tipo también había estado disfrutando del estrecho culo de mi esposa y se lo había dejado lubricado por dentro…
Ayudé a Ana a incorporarse, mientras el jefe se dirigía a la cocina. Ella me abrazó y me susurró al oído que la perdonara por lo que acababa de hacer, pero dijo que había sido necesario para nuestro futuro.
Recogió los jirones de ropa desparramados por el suelo y se dirigió al baño. Iba tambaleante, le costaba caminar; evidentemente le había dolido bastante la verga de su jefe enterrada a fondo en su estrecho culo.
Un rato después ella se despidió de él con un beso en la mejilla, mientras el tipo le acariciaba las nalgas por encima de su camisón. Ella le quitó las manos, diciéndole delante de mí que esa noche había sido la última vez que iba a cogerla; que no olvidara el trato que habían pactado…
Su jefe había podido cogerla a voluntad, incluso ella le había permitido que la sodomizara a discreción; mi esposa había conseguido a cambio, algo que había esperado tanto tiempo: el ascenso prometido…